viernes, 7 de noviembre de 2008

Tres tranvías tristes

SÓLO HUBO una noche de Reyes en la infancia de Miguel. Era una época pobre de regalos útiles —los calzoncillos del año, con suerte una estilográfica, a veces una camisa de algodón recio...— pero hubo un momento en el que se presentía el mundo superfluo que se avecinaba. 1956 era una encrucijada, también para el niño que dejaba de serlo y para el adolescente que se negaba a ser; con premonitoria lucidez, por cierto. Aquel año crucial, asustado tal vez por la niñez que le iba faltando, decidió apostar por sus deseos. Por su juguete. Miguel anhelaba un tranvía, con tracción en las ruedas y de un metal oscuro y brillante. Lo deseaba con el pavor que ejerce en el deseo la imposibilidad de alcanzarlo. Era un juguete caro. Le habló a todo el mundo y a cada instante del tranvía de sus anhelos. Si algo podía hacer en favor de su deseo, lo hizo más que con voluntad, con obsesión. Luchó contra el tiempo de los regalos útiles y la sospecha de que ya no le quedaba niñez suficiente para un juguete. La noche de Reyes fue triste; en la cama lloraba por el tranvía que jamás le iban a regalar. Todo esfuerzo, pensaba, ha sido en vano, todo empeño en balde. Imaginaba los calzoncillos, las camisetas y unos pantalones de tergal envueltos en el lánguido papel de la mercería. Aquella noche el miedo le impidió comprender que los tiempos eran otros. La gente empezaba a odiar los regalos útiles y se dejaba encandilar, como él, por la gelatina de lo superfluo. Fue incapaz de verlo venir, de sentarse a esperar que la espuma alcanzara sus manos, tuvo que esforzarse en divulgar su deseo, en señorearlo, en identificarse con él —con el tranvía de metal brillante— en cada una de sus palabras. Ser él mismo el juguete de sus deseos. Por eso lloró aquella noche del fracaso, mientras los Reyes Magos depositaban con amor en su casa y en otras dos casas diferentes tres tranvías idénticos, los tres a su nombre. Fueron sus Reyes de 1962, tres tranvías como el que había pedido uno. No supo qué hacer con tres regalos idénticos. Aquella tarde espesa de día festivo empezó a odiarlos. Miguel no recuerda haber jugado nunca con los tres tranvías, con esa multitud de latones repetidos. Tan torpe siempre en sus deseos como en comprender el signo cambiante de la época.
JAC