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Luis Figuerola-Ferretti
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EL TRANVÍA
QUE PARECE UNA BANDERA ESPAÑOLA
CON RUEDAS Y MOÑO
CON RUEDAS Y MOÑO
Los niños que han nacido de unos años a esta parte no saben lo que es un tranvía más que por lo que ven en las postales que les mandan sus tíos, los emigrantes, desde Friburgo o Colonia. Mis hijos no tienen ni idea de para qué sirven, porque los pobres hace tiempo que fueron borrados de la geografía madrileña.
Aún hay calles donde permanecen sus huellas metálicas, los raíles, como última meada indeleble de una de los medios de transporte urbano más simpáticos y de más hondo sabor popular. Y, todavía, hay quien aprovecha el encanto de los tranvías para plantarlos al borde de algunas carreteras y anunciar una marca de turrón o un establecimiento de muebles. Pero así, tranvías en la calle, con sus chirridos y sus chispazos, que en la noche producían el mismo efecto de un relámpago, ya no se pueden ver.
Mi tranvía es la reproducción de un modelo que nunca vi por nuestras calles. La forma del trole -un doble rombo tumbado- me recuerda a algunos de los tranvías que he visto fuera de España, quizás porque en Europa conservan mejor las tradiciones, aunque éstas sean tan intrascendentes como un vehículo de transporte colectivo. Pero los tranvías españoles en los que tuve la suerte de viajar llevaban como trole una larga barra metálica, al final de la cual iba una ruedecita que impulsaba el pesado armatoste. Era un trole más espiritual; aunque no caía perpendicularmente al plano formado por el techo del tranvía, diseñaba un recorrido ascendente hacia el cielo. El tranvía presentaba de esta forma un aspecto original y de cierto vuelo.
Seguramente las almas de muchas personas muertas en gracia de Dios empleaban el trole para subir al cielo. Y no hace falta tener mucha imaginación para comprender que los frecuentes desenganches del trole, con el espectacular relumbrón del chispazo, eran producidos por almas que pesaban mucho.
Cuando ocurría esto, el conductor o el cobrador se bajaban, cogían la cuerda que colgaba del trole y colocaban de nuevo éste bajo el cable. A veces, si tenían prisa o hacía mucho frío fuera, decían barbaridades:
-¡Me cago en sus muertos!-.
Pero claro, los pobres no sabían que los muertos ya no pueden ser objeto de cagadas, porque son espíritu sin materia, y vaya usted a encontrar un alma que se deje pintar de marrón.
A pesar de que, como ya he comentado, mi tranvía no tiene una silueta típicamente española, sus colores -como los de casi todos los juguetes de mi colección- respiran nacionalismo.
Está pintado en tojo y amarillo, como los letreros de los estancos. Para explicar esta explosión de patriotismo, hay que bucear otra vez en los turbios años de posguerra, cuando cualquier síntoma extranjerizante era juzgado como filomarxismo, masonería o sospechoso prosemitismo. Al pobre Athletic de Bilbao le prohibieron la th, y tuvo que llamarse desde entonces Atlético de Bilbao, lo que a la refitolera afición vasca, con conocida proyección hacia Inglaterra, no le debió sentar nada bien. Otros intentos más peregrinos, como el de rebautizar el fútbol con el vocablo español de balompié o el de llamar a nuestro brandy jeriñac, se estrellaron contra el buen sentido popular, que prefería seguir llamando al pan pan y al coñac coñac.
Mi tranvía aparece ahora vacío y solo. Este es el drama de casi todos los juguetes viejos. Ni siquiera el conductor, que es, como el capitán del barco, el último en abandonar. Después de observar muchas veces que el tranvía se entristece cuando se encuentra solo, he tratado de convencerle de que el conductor bajó un momento a comprar tabaco y a hacer aguas. Pero claro, son ya demasiados años meando, y el tabaco tampoco hay que ir a buscarlo a China. El pobre tranvía no se lo cree.
Entonces procuro entretenerle contándole historias sucedidas a bordo, y que él, que por mandato celestial no puede tener entendederas, nunca llega a comprender.
—Un día, ¿sabes?, una señora dio a luz. Estaba muy gorda, gordísima, y en un frenazo casi echa el niño por la boca. Al conductor, que se llamaba, Emeterio, se le cruzó de improviso un ciclista, y por no atropellarle tuvo que jugarse la vida de algunos pasajeros. Un funcionario de Hacienda se hizo un chichón y dijo que denunciaría a la E.M.T. por incompetencia de sus empleados. Otra señora muy anciana se quejó de que le habían pisado los pies y tenía los juanetes inflamados. Pero todos tenían buen corazón, y al enterarse de que lo más grave era el nacimiento inminente de un niño en el tranvía se calmaron. El conductor, muy protocolario, les rogó que desalojaran el vehículo y se aprestó a hacer de comadrona. El cobrador corrió en busca de un médico. La viejecita hizo de oficiante. Había sido enfermera durante la guerra. La señora parturienta pasó lo suyo, pero al fin soltó la habichuela: una niña morenita. Emeterio lloró de emoción y propuso que la llamaran Tranviíta. Sacó de su bolsillo dos billetes sucios de una peseta y se los dio a la madre, sudorosa y sangrante todavía.«Tome. Yo provoqué el parto, y quiero ser la primera persona que le haga un regalo. ¡Viva la niña!».
El tranvía se alegra cuando oye sucesos como éste. Por eso no le cuento los numerosos casos de carterismo registrados sobre su plataforma, ni la larguísima sucesión de metidas de mano y demás toqueteos que ha fomentado con las aglomeraciones en las horas punta.
—Además, tú eres grande. Eres como una estatua rodante elevada a la igualdad, porque pobres y ricos, fontaneros y marquesas, funcionarios y mendigos, encontraban cobijo en ti. Los más poderosos pagando billete: quince, veinte, cuarenta céntimos. Los desheredados de la fortuna, de valdivia, como dicen los horteras madrileños. ¿Que es que no te acuerdas de los que se enganchaban del estribo? ¡Si había veces que parecía el palo de un gallinero al anochecer…!
Mi tranvía no habla, pero se filtran por sus ventanas melancólicos silencios cuya clave es fácil descifrar. En el fondo, no está convencido de haber sido nunca un instrumento que favoreciera las reivindicaciones del pueblo. Ni siquiera recuerda haber recorrido los Bulevares, o el Paseo de la Delicias, porque él sólo es un juguete, y los juguetes nacían por entonces en un pueblo de Alicante llama Ibi, y morían descuartizados en cualquier rincón burgués por la furia destructora de un chaval en la flor de la vida, sin que se les promocionara a más altas misiones.
Jubilado ya, el tranvía se limita a conservar orgulloso la enseña nacional sobre sus magras carnes. Es un tranvía de trole europeo, como el moño de un ave, pero nacional hasta la médula por real decreto. Sin embargo, su gran valor no es ese. Hay que pensar, por su bien, que aún resuenan en su interior voces del cobrador (¡Vamos ya, Marcelino! ¡Remueve la mercancía, que vamos pa Colón!), lamentos del conductor Emeterio (¡Será joputa el taxista ese! ¿Se creerá que el Jíler y que toa la calle es suya?), agudas observaciones de un ebanista al contemplar a una modistilla que se ha subido en la misma parada que él (¡qué buena está la gachísi… ¿Oye nena, te gustaría ir al cine Postas con el chachi…), desvergonzadas canciones de un grupo de estudiantes que van a la Universidad de San Bernardo (¡Que te lo han tentao, que te lo han tentao, cochina-marrananoha-ber-te-dejao!) y otros mil ecos de pueblo español, agudo y filosófico, socarrón y vivalavirgen, como dicen que es.
Juguete evocador de gratos recuerdos, por lo mucho que me gustaban los tranvías de verdad con su amplio muestrario de tipos para admirar y estudiar, esta pieza ocupa un lugar de honor dentro de mi colección. Y eso que se me ha olvidado mencionar al ciclista aprovechón, que se enganchaba de sus harapos y se dejaba arrastrar para economizar energías. Y a la colegiala pacata, que por temor al pecado de la carne se protegía junto al con ductor del achuchón colectivo. Porque si lo llego a enriquecer aún más ampliando sus anécdotas, tendría que donarlo al «Museo de la Imaginación», que alguna vez, digo yo, se fundará para recreo y solaz de la humanidad.
Juguetes de hojalata, Ed. Del primor, 2000