lunes, 4 de octubre de 2010


Ramón Gómez de la Serna
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La vida en el tranvía

Soy enamorado de lo pintoresco y de lo esencial, pero no de lo tipográfico que inventaron los otros y que vi antes que los plagiarios, pero tuve el pudor varonil de no tocar. Por eso iba leyendo con delectación en el tranvía de luces pasadas por agua ese gracioso y original libro de mi desconocido amigo Oliverio Girondo Veinte poemas para ser leídos en el tranvía encantado de encontrar un libro sin falsedades y sin repugnantes tatuajes de estampilla ajena. Como es un libro grande, toda la antesala de hospital o de dentista que es el tranvía, leía el título, que se destacaba en opulentas letras de peluquería. Yo me hacía el sueco. «Para que vean –pensaba– que leo el libro del tranvía y pasen envidia hasta llegar a las náuseas.»
Entre los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía se intercalaban los toques del timbre tranviario y las ilustraciones de un humor primievo y ruborizado de colores desnatados que les ha puesto el autor. Ya no veían los viajeros el título del libro, de tan gran propiedad y tan gran etiqueta tranviaria, que yo iba leyendo porque íbamos unos detrás de otros, puesto que el coche, cerrado y con dos bancos largos y tristes a un lado y otro, se había convertido en jardinera, mientras yo leía inmóvil en mi asiento, sin haberme movido ni bajado ni un solo momento, los Veinte poemas para ser leídos en el tranvía.

Ramón Gómez de la Serna, «La vida en el tranvía», El Sol, Madrid, 4 de mayo de 1923