Esperando el tranvía en una ciudad extranjera, rodeado de gente a la que nunca volveré a ver, viendo las tiendas, los letreros, el suave sol de la primavera esmaltando los tejados, he sentido uno de esos efluvios de plenitud, de optimismo, de amor a la vida que para los demás son una norma y para mí una excepción. Mi felicidad era tan grande que no cabía en mi corazón. Con los ojos empañados miraba a la gente como si quisiera abrazarla y contagiarle mi gozo y decirles que no se preocuparan por nada, que no se torturaran, que ya todo iba a pasar, que la dicha estaba allí en las veredas, en los árboles, en las campanas, al alcance de todos los que quisieran inclinarse y arrancarla como se arranca una rosa.
Media hora más tarde, sentado en el tranvía, sentí mi pecho cansado, pastoso e insensible el rostro de la gente, triste e inhumano el paisaje: por las ventanas desfilaban los galpones de un viejo campo de concentración.
La tentación del fracaso, Seix Barral, 2003, págs. 108-109.
Media hora más tarde, sentado en el tranvía, sentí mi pecho cansado, pastoso e insensible el rostro de la gente, triste e inhumano el paisaje: por las ventanas desfilaban los galpones de un viejo campo de concentración.
La tentación del fracaso, Seix Barral, 2003, págs. 108-109.