David Toscana
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LOS PUENTES DE KÖNIGSBERG
Basta, dice Blasco, esto ya no me entretiene. Antes
me contabas historias sobre muchachas desconocidas. Por mí estaba bien la
suerte de la que iba por tortillas, o la que su patrona vendió por celos, o la
que tomó el tranvía equivocado, o la que fue a repasar la lección con su maestro;
pero estas seis, y sobre todo Juliana…
En las vías rechinaba el tranvía número dos
que había recogido su pasaje en la terminal ferroviaria y se dirigía a la
Kaiser-Wilhelm-Platz. Andrea se volvió un punto intermitente que a ratos se
perdía entre la gente y a ratos volvía a aparecer, cada vez más pequeña y con
paso más lento hasta que viró a la derecha en Sattlergasse.
Me tomó del brazo y me condujo al parapeto.
Mantente aquí sobre la acera o cualquier tranvía de estos acabará por cortarte
en pedazos.
Se informaba de la catedral abatida, de que ni
una iglesia quedó intacta, del castillo en llamas, de edificios habitacionales
en ruinas, fábricas, bodegas y talleres dañados, la universidad hecha polvo,
las vías de tranvía retorcidas; pero no se mencionaban los puentes.
Un par de años atrás habían arrancado de las
calles de Monterrey los carriles del tranvía, pues en la guerra el acero vale
más que el oro.
Dicen que Königsberg ya no es Königsberg, que
ahí no viven prusianos ni se habla alemán ni se piensa ni se escribe en alemán,
no hay águilas orgullosas sino hoces y martillos, el lago está orinado, las
calles tienen otros nombres y las palabras, otras letras; los tranvías corren
sin aceite y los edificios los barrieron para levantar bloques con arrogancia
pero sin elegancia.
Los puentes de Königsberg, Alfaguara, México, 2009. Págs. 91, 98, 102, 104, 211.