Pío Collivadino, Paseo Colón, 1925. Óleo sobre tela
De repente los echo de menos. Su lentitud, su fiabilidad, sus vías, el sonido de sus campanas, su estética optimista y amable. No sólo en las calles, ya que algunas los conservan (Calcuta, Amsterdam, Manchester, Lisboa, Roma, Budapest, Yokohama) o los han recuperado (Sevilla, Barcelona, Bilbao, Montpelier, Viena), sino en el tempo ciudadano de la charla, del pensamiento a solas, de la toma de decisiones. Al contrario que los autobuses, animales bruscos y malolientes, o las bicicletas, cabalgaduras celosas que te exigen el cien por cien de tu concentración, los tranvías le permiten a uno dialogar sin prisas con el otro que está fuera o con el otro que lleva dentro. Máquinas de ensimismamiento y de verdad, deberían ser obligatorios, y no sólo como decoración, como triste vestigio del pasado, en los largos paseos de Málaga y de tantos otros lugares que los han desdeñado en favor del metro o de los atascos de tráfico, es decir, en favor de la asfixia y del cabreo.
Cualquier cosa que pase dentro de un tranvía tiene, al menos, la garantía de su humanidad, casi me atrevería a decir de su humanismo, ya que en ellos las palabras y las ideas, relajadas y cristalinas, dejan de devorarse las unas a las otras y tienden, de manera natural, a alcanzar un punto de encuentro. Es por eso que, de ser yo el Gobierno de España, hubiera convocado todas esas reuniones para negociar las reformas laborales y económicas dentro de un tranvía. Al principio todos estarían, como cuando se juntan en una habitación cerrada o en el Congreso de los Diputados, congestionados, vidriosos, con el gatillo presionado, pero poco a poco, quiero pensar, el movimiento hipnótico del travía les aclararía la garganta y les recordaría que, antes que enemigos en lucha encarnizada por un pedazo de poder, son personas que representan a personas cuya principal aspiración es que, mande quien mande, les tengan en cuenta como personas. Los tranvías apelarían a la persona que llevan dentro, y de la que parecen haber renegado si nos atenemos a sus actos y a sus declaraciones públicas, algo sin lo cual ningún acuerdo político o social podrá llevarse nunca a buen fin. Los tranvías humanizarían a nuestros políticos, que parecen cada vez más hienas, buitres, depredadores enloquecidos por el olor de la sangre de una crisis que está dejando tantas víctimas por el suelo.
En los tranvías es posible leer, hacer declaraciones de amor, inventariar los multiformes e infinitos objetos del mundo visible, hacer planes, moldear el humo, cantar bajito. También se podrían hacer leyes, debatir decretos, contar votos, repasar las cuentas de la macroeconomía. Sin crispación y sin violencia se llega mucho más lejos, aunque quizás mucho más despacio, que con ellas. Los tranvías, que se deslizan suaves y sin salirse de su camino por el mapa de algunas ciudades afortunadas, lo saben y lo comparten con los que siguen creyendo en ellos como medio de transporte físico, emocional e intelectual. Son lo más parecido a alguien que camina por la tierra, a alguien que flota en el aire, a alguien que bucea por el agua, a alguien que se calienta junto a un fuego: a alguien a quien los cuatro elementos siguen respetando y tratándole de igual a igual. Los tranvías hacen, o hacían, mejores a nuestras urbes. Por eso los echo de menos en Málaga y en muchos otros sitios. Y por eso, cuando me pasa esto, me doy una vuelta por el blog de José Ángel Cilleruelo dedicado a ellos y llamado, cómo no, 'De los tranvías'.
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Jesús Aguado
( 1 9 6 1 )
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T r a n v í a s
De repente los echo de menos. Su lentitud, su fiabilidad, sus vías, el sonido de sus campanas, su estética optimista y amable. No sólo en las calles, ya que algunas los conservan (Calcuta, Amsterdam, Manchester, Lisboa, Roma, Budapest, Yokohama) o los han recuperado (Sevilla, Barcelona, Bilbao, Montpelier, Viena), sino en el tempo ciudadano de la charla, del pensamiento a solas, de la toma de decisiones. Al contrario que los autobuses, animales bruscos y malolientes, o las bicicletas, cabalgaduras celosas que te exigen el cien por cien de tu concentración, los tranvías le permiten a uno dialogar sin prisas con el otro que está fuera o con el otro que lleva dentro. Máquinas de ensimismamiento y de verdad, deberían ser obligatorios, y no sólo como decoración, como triste vestigio del pasado, en los largos paseos de Málaga y de tantos otros lugares que los han desdeñado en favor del metro o de los atascos de tráfico, es decir, en favor de la asfixia y del cabreo.
Cualquier cosa que pase dentro de un tranvía tiene, al menos, la garantía de su humanidad, casi me atrevería a decir de su humanismo, ya que en ellos las palabras y las ideas, relajadas y cristalinas, dejan de devorarse las unas a las otras y tienden, de manera natural, a alcanzar un punto de encuentro. Es por eso que, de ser yo el Gobierno de España, hubiera convocado todas esas reuniones para negociar las reformas laborales y económicas dentro de un tranvía. Al principio todos estarían, como cuando se juntan en una habitación cerrada o en el Congreso de los Diputados, congestionados, vidriosos, con el gatillo presionado, pero poco a poco, quiero pensar, el movimiento hipnótico del travía les aclararía la garganta y les recordaría que, antes que enemigos en lucha encarnizada por un pedazo de poder, son personas que representan a personas cuya principal aspiración es que, mande quien mande, les tengan en cuenta como personas. Los tranvías apelarían a la persona que llevan dentro, y de la que parecen haber renegado si nos atenemos a sus actos y a sus declaraciones públicas, algo sin lo cual ningún acuerdo político o social podrá llevarse nunca a buen fin. Los tranvías humanizarían a nuestros políticos, que parecen cada vez más hienas, buitres, depredadores enloquecidos por el olor de la sangre de una crisis que está dejando tantas víctimas por el suelo.
En los tranvías es posible leer, hacer declaraciones de amor, inventariar los multiformes e infinitos objetos del mundo visible, hacer planes, moldear el humo, cantar bajito. También se podrían hacer leyes, debatir decretos, contar votos, repasar las cuentas de la macroeconomía. Sin crispación y sin violencia se llega mucho más lejos, aunque quizás mucho más despacio, que con ellas. Los tranvías, que se deslizan suaves y sin salirse de su camino por el mapa de algunas ciudades afortunadas, lo saben y lo comparten con los que siguen creyendo en ellos como medio de transporte físico, emocional e intelectual. Son lo más parecido a alguien que camina por la tierra, a alguien que flota en el aire, a alguien que bucea por el agua, a alguien que se calienta junto a un fuego: a alguien a quien los cuatro elementos siguen respetando y tratándole de igual a igual. Los tranvías hacen, o hacían, mejores a nuestras urbes. Por eso los echo de menos en Málaga y en muchos otros sitios. Y por eso, cuando me pasa esto, me doy una vuelta por el blog de José Ángel Cilleruelo dedicado a ellos y llamado, cómo no, 'De los tranvías'.
[Publicado en La Opinión de Málaga]