María Elvira Lacaci
(1928-1997)
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EN EL TRANVÍA
Señor,
no intento preguntarte. No sabría.
No digo si en el barro
o en la estrella
la vida debe ser —si allí se siembra—.
Eso es tuyo, Señor.
No lanzo al viento
este dolor
nacido, apretado y crecido
sobre mi corazón,
al ver
esta mañana
en el tranvía
a una pobre mujer
oliendo a sucio. Con supurantes ojos.
Y, a su lado,
una preciosa niña. Paliducha.
Los andrajos
sobre su cuerpecillo no eran tristes,
pero sus ojos sí. Me desgarraban.
Eran oscuros. Grandes.
Pero el daño
contagiado —o heredado tal vez— los estragaba.
Y quería mirar
lo que el tranvía
iba dejando al paso —autobuses, perrillos, otros niños, el
guardia—.
Los entreabría apenas. Los cerraba.
Los volvía a entornar.
Y le lloraban.
Entonces
los restregaba ansiosa
con sus pequeñas manecitas sucias.
No te pregunto, Dios. Hay cosas tuyas
que no debo inquirir.
Lo sé. Ni acuso
sobre la creación a ningún ser.
Y, hasta voy más allá,
cuando te digo
que si el pobre,
encima de ser pobre,
todavía…
Pero aquella niñita
cerrándole a la luz sus ojos grandes…
Al este de la ciudad,
Juan Flors Editor, Barcelona, 1963. Pág. 172